Están por todos lados. Hoy proliferan los sectarios. Siempre han estado presentes quizá; pero en
los tres o cuatro últimos años han
crecido de forma muy notable. Está por
todos lados y ahora hay más lados que nunca. Se diría que afiliarse al
sectarismo parece un requisito previo a
opinar. Las redes sociales son su hábitat natural, pero su biotopo se extiende
a los bares, los estadios, la prensa y los mercados bursátiles. Todo parece que
tomar partido fuera lo mismo que partidismo; partidismo único y de por vida, claro.
No es exclusivo de una bandera ni de una ideología, pero es
sorprendente que pueda pasar por
progresista tanto la actitud como el sujeto que la mantiene. Caigo
ahora que lo mismo pasa con el nacionalismo y el nacionalista. Pero… no nos desviemos.
La fórmula sectaria
basa su indiscutible éxito en una huida de la complejidad, en el desprecio
de Edgar Morin. Se basa en el maniqueo,
en la radical diferencia entre nosotros y ellos, en una visión simple del mundo y de la historia.
Esa vocación de prosélitos
adopta en la vida pública múltiples formas. En primer lugar es un
sucedáneo de la reflexión personal. Sólo
hay que repetir de corrido y sin errores lo dictado por la autoridad en la que
se delega el pensamiento propio. O más fácil aún, basta con proclamar lo
contrario de lo que sostiene el adversario. ¿Para qué complicarse la vida si
una misma y automática respuesta puede responder a distintas y profundas
preguntas? Esas respuestas -¡qué digo respuestas!- esas verdades reveladas por unos pocos sumos
sacerdotes de la secta son el santo y
seña de los elegidos, es la prueba de
complicidad con los del propio bando. Esas verdades son, además útiles y cómodas,
permiten a la secta clasificar la identidad
política, y aún moral, de la gente. Si un tipo lee este periódico, si escucha
aquella emisora, si reza o si alguna vez se emborracha, qué más se necesita
para saber de qué pie cojea. Está clasificado. Y si está clasificado nada más
se precisa saber de él.
En política el sectarismo es una fórmula eficaz para
construirse un enemigo y, así, completar el maniqueo. El sectario decide que
con el enemigo no se está ni siquiera en aquello en lo que no es enemigo. Es enemigo, y es enemigo en todo y
del todo. La verdad está de nuestro lado
y por tanto, y sin más pruebas, los otros chapotean en el error. Antes o después, los
otros se han de conjurar contra los
nuestros.
Al sectario le cuesta entender que en la acción humana lo
adecuado y lo inconveniente, lo bueno y lo malo
no son conceptos fácilmente reconocibles ni se identifican de un
vistazo. Que se precisa coraje para saber
mantenerse en la tensión entre dos polos. Que suprimir uno de los dos es una
ficción complaciente. Pero es un error, porque las cosas no son simples. O no
tan simples.
El sectarismo político, porque de eso estoy hablando, tiene
aliados importantes. Uno de ellos es el sistema electoral. Como votantes se nos
pide un ejercicio de abstracción rotundo
y total que contrasta con la
plasticidad de nuestra condición de
ciudadanos. No es casual que medidas de los gobiernos infectados de sectarismo se justifiquen en
que “la gente nos ha votado” o “serán lo que usted quiera pero tienen once
millones de votos”. El ejercicio de la
ciudadanía no se reduce ni se aviene a la disciplina del voto. La ciudadanía es
incompatible con ese “voto de pobreza intelectual” que exige el sectarismo.
Se puede ser conservador o progresista, de derechas o de
izquierdas, sin caer en el sectarismo. Por qué un militante izquierdista no ha de censurar un mal paso de la izquierda
¿Porque favorece a la derecha? Eso equivale a no censurar o combatir al Estado
Islámico porque ¿mira tú que el
imperialismo yanqui también se las trae! Nuestras razones son nuestras y lo son
independientemente del beneficio que
obtenga el adversario. La posición sectaria nos conduce a una conspiración de
silencio. No se puede llevar el cui prodest a ese extremo.
Antes hablé del sistema electoral como facilitador del
sectarismo. La nuestra es una democracia competitiva. No se pretende cambiar a
mejor la situación, porque ganar elecciones es el objetivo. Para ello se precisan partidos
que Claus Offe llamó “atrápalo todo” donde la falta de una línea teórica básica se
dirime a base de sectarismo simplón y ovejuno. De ese sectarismo que entra al
jugador y no al balón.
Si ganar elecciones es el objetivo que nadie se extrañe que
por llegar al poder se haga o se oculte
cualquier cosa; y cuando se consigue se haga también cualquier cossa por
mantenerlo.
¿Me entienden?