16 nov 2014

La secta o el cerco de los prejuicios



Están por todos lados. Hoy proliferan los sectarios.  Siempre han estado presentes quizá; pero en los tres  o cuatro últimos años han crecido de forma  muy notable. Está por todos lados y ahora hay más lados que nunca. Se diría que afiliarse al sectarismo parece un requisito  previo a opinar. Las redes sociales son su hábitat natural, pero su biotopo se extiende a los bares, los estadios, la prensa y los mercados bursátiles. Todo parece que tomar partido fuera lo mismo que partidismo; partidismo  único y de por vida, claro.
No es exclusivo de una bandera ni de una ideología, pero es sorprendente que pueda  pasar por progresista tanto la actitud como el sujeto que la mantiene.   Caigo ahora que lo mismo pasa con el nacionalismo y el nacionalista.  Pero… no nos desviemos.
 La fórmula sectaria basa su indiscutible éxito en una huida de la complejidad, en el desprecio de  Edgar Morin. Se basa en el maniqueo, en la radical diferencia entre nosotros y ellos, en  una visión simple del mundo  y de la historia.
Esa vocación de prosélitos  adopta en la vida pública múltiples formas. En primer lugar es un sucedáneo de la reflexión  personal. Sólo hay que repetir de corrido y sin errores lo dictado por la autoridad en la que se delega el pensamiento propio. O más fácil aún, basta con proclamar lo contrario de lo que sostiene el adversario. ¿Para qué complicarse la vida si una misma y automática respuesta puede responder a distintas y profundas preguntas?  Esas respuestas  -¡qué digo respuestas!-  esas verdades reveladas por unos pocos sumos sacerdotes de la secta  son el santo y seña de  los elegidos, es la prueba de complicidad con los del propio bando.  Esas verdades son, además útiles y cómodas, permiten a la secta  clasificar la identidad política, y aún moral, de la gente. Si un tipo lee este periódico, si escucha aquella emisora, si reza o si alguna vez se emborracha, qué más se necesita para saber de qué pie cojea. Está clasificado. Y si está clasificado nada más se precisa saber de él.
En política el sectarismo es una fórmula eficaz para construirse un enemigo  y, así,  completar el maniqueo. El sectario decide que con el enemigo no se está ni siquiera en aquello en lo que no  es enemigo. Es enemigo, y es enemigo en todo y del todo. La verdad está de nuestro  lado y por tanto,  y sin más pruebas,  los otros  chapotean en el error. Antes o después, los otros  se han de conjurar contra los nuestros.
Al sectario le cuesta entender que en la acción humana lo adecuado y lo inconveniente, lo bueno y lo malo  no son conceptos fácilmente reconocibles ni se identifican de un vistazo.  Que se precisa coraje para saber mantenerse en la tensión entre dos polos. Que suprimir uno de los dos es una ficción complaciente. Pero es un error, porque las cosas no son simples. O no tan simples.
El sectarismo político, porque de eso estoy hablando, tiene aliados importantes. Uno de ellos es el sistema electoral. Como votantes se nos pide un ejercicio de abstracción rotundo  y total  que contrasta con la plasticidad de nuestra  condición de ciudadanos. No es casual que medidas de los gobiernos  infectados de sectarismo se justifiquen en que “la gente nos ha votado” o “serán lo que usted quiera pero tienen once millones de votos”.  El ejercicio de la ciudadanía no se reduce ni se aviene a la disciplina del voto. La ciudadanía es incompatible con ese “voto de pobreza intelectual” que exige el sectarismo.
Se puede ser conservador o progresista, de derechas o de izquierdas, sin caer en el sectarismo. Por qué un militante izquierdista  no ha de censurar un mal paso de la izquierda ¿Porque favorece a la derecha? Eso equivale a no censurar o combatir al Estado Islámico  porque ¿mira tú que el imperialismo yanqui también se las trae! Nuestras razones son nuestras y lo son independientemente del  beneficio que obtenga el adversario. La posición sectaria nos conduce a una conspiración de silencio. No se puede llevar el cui prodest a ese extremo.
Antes hablé del sistema electoral como facilitador del sectarismo. La nuestra es una democracia competitiva. No se pretende cambiar a mejor la situación, porque ganar elecciones es el  objetivo. Para ello se precisan partidos que  Claus Offe  llamó “atrápalo todo”  donde la falta de una línea teórica básica se dirime a base de sectarismo simplón y ovejuno. De ese sectarismo que entra al jugador y no al balón.
Si ganar elecciones es el objetivo que nadie se extrañe que por llegar al poder  se haga o se oculte cualquier cosa; y cuando se consigue se haga también cualquier cossa por mantenerlo.
¿Me entienden?