Emili Piera
Prueben a ver las cosas así. Un compañero de mesa casual, un madrileño con casa en el Montgó, me dijo: «Cuando llegué a Valencia estaba en su apogeo la guerra de las banderitas. Una pena que aquí haya tantos complejos en relación a Madrid y Barcelona. Con la fuerza que tiene Valencia, y sus empresas, había para comerse España.»
La guerra de las banderitas fue la explotación de un complejo (la derecha), la práctica de un romanticismo (nacionalismo pancatalán donde no se habían sentado las bases materiales y humanas de un nacionalismo valenciano, no hay que correr) y, sobre todo, la seducción colectiva por el peor de nuestros demonios: el bizantinismo. El bizantinismo tiene sus recompensas psicológicas: mientras se discute a garrotazos, no hay que tomar decisiones.
No, nosotros no nos hemos comido España, pero España bien que nos come. Y con mucha confianza. No hay día que la Cospedal no le dé alguna orden al desnortado PPCV ni que Pepiño Blanco o la Seño hagan otro tanto con el desdibujado PSPV de Alarte. En el sótano repleto de «gürtels» (variante choriza de los «gremlins») en que se ha convertido el PP, los estraperlistas se conformaron con birlar en las cajas de algunos municipios madrileños: aquí asaltaron el presupuesto autonómico al completo y con él, los virgos tenidos por más honorables. Y no me vengan con la vaina del individualismo. Mucho más individualistas son los británicos: con un notable éxito colectivo.
Nada de complejos. Madrid está en el centro, pero no tiene por qué ser nuestro centro. Con Barcelona, todo es más complicado, ¿cómo decirlo? Bueno, no olviden que el anticatalanismo sólo es una variante del secular antijudaísmo (es decir del odio señorial al trabajo y del derecho de castas tratando de imponerse al derecho común).
No todos los anticatalanistas son fascistas, pero todos los fascistas son anticatalanistas, y eso da que pensar, ¿no? Y dejemos de reclamar el agua que catalanes y maños no nos quieren dar y defendamos la que es nuestra de pleno derecho: la del Júcar.
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