El urbanismo es, en ciudades mal gestionadas y de alta demanda de ladrillo, una ineludible fuente de financiación a corto plazo para el ayuntamiento que, por las urgencias, termina siendo una inagotable fuente de problemas para el municipio. Entre ellos, el más importante es que, en estos casos, las ciudades no tardan en ser presas de especuladores que, a la sombra de la pretendida autoridad jurídica y técnica de equipos funcionariales manifiestamente mejorables, acaban por expulsar a los representantes de los ciudadanos de los reales núcleos de decisión.
El de Mislata es uno de esos ayuntamientos. Hasta donde alcanza la memoria, la práctica totalidad de la política urbanística ha sido diseñada desde despachos de ubicación difusa, quedando para quienes deberían representar los intereses públicos poco más que la capacidad de enmendar lo no sustancial. Y en el mejor (o… ¡en el peor!, según se mire) de los casos y como mucho, obtener a cambio efímeros platos de lentejas que surtían (malos) efectos en el interior de de la organización. El resultado de esa política es la Mislata de hoy: incómoda, sucia, inhumanizada e inhóspita.
El advenimiento del PP a las responsabilidades de gestión no ha mejorado la situación. Antes al contrario, empezó por hacerla evidente y terminó por empeorarla. Los ejemplos empiezan a ser numerosos.
No sólo ahora, pero… ahora también, esta coyuntura ha sorprendido al PSPV-PSOE de Mislata en lo suyo: dirimir conflictillos menores, apuntalar a toda costa mayorías, enrocarse y acumular clientela incondicional para batallas internas.
Y todo para, finalmente, fracasar en lo esencial: la efectiva defensa de los derechos ciudadanos y el patrimonio público.
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