10 mar 2011
Esos torpes que nos gobiernan
Esto de las nuevas tecnologías tiene enormes ventajas pero estaba acabando con mi
vida social. Así que desde hace unos días me dedico con cierto entusiasmo a reencontrarme con las barras de esos bares que fueron parte de la geografía mis cuarentas. La cosa ha cambiado poco: las mismas o parecidas caras -algunas algo más ajadas- y sobre todo las mismas conversaciones y opiniones. Se habla, como entonces, esencialmente de fútbol y se alimentan los mismos maniqueos de siempre. Pocas veces, pero no es infrecuente, el tema deriva a la política, o a lo que se tiene por tal. El desencadenante es el agotamiento del tema futbolero combinado con cualquier titular leído, casi siempre, demasiado deprisa.
A medida que se vacían de cerveza los tubos, la discusión sube de tono, las posiciones se enconan y, sin que llegue la sangre al río, suele acabar con caras largas pero con dos consensos básicos entre los contendientes: Uno, que hay que respetar todas las opiniones; y otro, que todos los partidos (y los políticos) son iguales. Otro día escribiré sobre –y contra- eso de que “hay que respetar todas las opiniones”.
¿Todos son iguales? Si se me pregunta hace unos años, mi respuesta hubiera sido un no rotundo. Hoy todavía creo que no. Pero cada vez es más difícil ser rotundo.
Visto retrospectivamente se ha producido una homogenización muy notable de las políticas. Quizá no de todas. Pero en las conspicuas, en las que atañen a las cosas de comer, las líneas fronterizas, si las hay, no son rojas. Los partidos han renunciado a crear opinión. Unos porque, quizá, no la tengan y, además, nada hacen por tenerla. Otros porque es impresentable y prefieren que la exponga la extrema derecha.
Los partidos dedican sus esfuerzos a parecer lo que no son. A ser la encarnación de una voluntad colectiva que no existe. Ese proyecto colectivo requiere reflexión y debate político por parte de la organización. Y sobre todo, escuchar a los que tiene algo que decir y no escuchar a los que dicen cualquier cosa.
Fíjense en los que mandan: ZP y MR han demostrado largamente que no son precisamente dos lumbreras. Si somos rigurosos, los primeros años de ZP, quizá sean memorables, quizá no nos cueste recordarlos. Sus últimos cuatro años, más allá de la crisis, han sido años que también recordaremos. Pero a nuestro pesar. No será fácil olvidar el catálogo de torpezas con las que ha amargado a su base electoral. Y, por favor, no me pregunten por ellas. Porque además de las evidentes, si uno echa un vistazo a los datos sobre distribución de la riqueza -poblacional y territorial- y su evolución en este país, es para cortarse las venas (otro tema para tratar algún día).
http://www.elpais.com/articulo/primer/plano/reparto/riqueza/Espana/elpepueconeg/20070729elpneglse_6/Tes
El caso de Mariano Rajoy es más evidente: ha perdido dos elecciones generales como jefe del PP por ser depositario y continuador de la lamentable herencia de un tipo como Aznar. Además no está libre de perder una tercera vez. Y lo merece largamente por su indescifrable (¿inexistente?) programa político actual y su nula aportación al buen gobierno del país.
Alguna vez ambos (aunque uno antes que el otro) tendrán que dejarlo. ¿Y entonces qué? Pues -¡siento tener un día tan negativo!- para entonces las cosas no pintan bien. Detrás de ellos, salvo muy honrosas excepciones – mis amigos del PSOE y, sobre todo, sus adversarios y enemigos saben a quienes me refiero-, reina la mediocridad.
Cada tiempo tiene las elites políticas que se merece. Quiero decir que este erial no es el resultado de de la causalidad o de la mala suerte. Es el resultado del principio económico (y desde ahora, político) de la “selección adversa”: En el mercado de los partidos políticos sólo se ofrecen para ocupar los cargos, y de forma vehemente, los peor dotados. ¿Y por qué? Fácil: por falta de otras oportunidades.
El principio de selección adversa tiene el corolario del “efecto tapón”. Los colocados por selección adversa terminan por convertirse en un problema que se autoalimenta de tal manera que la élite siguiente es más torpe todavía que la anterior. En Valencia tenemos pruebas más que sobradas de lo plausible del principio. Y Jorge Alarte se cuida de no desmentir el corolario.
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